El duelo de Ana duró 5 años, 2 meses y 3 días. Así nos lo cuenta en el último Encuentros online que hemos tenido en este mes de diciembre. Del duelo ya han pasado diez años. Pero por inaudito que fuera, Ana volvió a recordarlo. 

“¿Tengo un trauma? ¿Volveré a pasar por el duelo?” Ella temía el regreso del desgarro. ¿Había fracasado la superación del duelo en la que había invertido tanto? ¿Qué hacían allí aquellas viejas conocidas y sobrecogedoras emociones? ¿A son de qué el insomnio y la angustia en el pecho? ¿Por qué estaba de vuelta en aquel lugar? Nada de aquello tenía sentido. 

Pero hay un sentido. En nuestra reunión, Ana descubrió que estas preguntas no eran las correctas y que la perspectiva desde la que enfrentaba al duelo no era la más adaptativa ni beneficiosa. “Enterrar” un duelo no significa por automatismo que va a desaparecer de nuestras vidas. Y esta verdad de Perogrullo se nos olvida. Podemos enterrar, empaquetar, guardar, engavetar, clasificar... lo que necesite hacer con su duelo. Pero nunca podrá arrancarlo de su memoria celular. 

El resto de las participantes fuimos testigo de cómo Ana echo mano de unas de las fortalezas aprendidas precisamente en el enfrentamiento a ese duelo: la lentitud. 

Caminar observando las pisadas. Seguir detenidamente los movimientos con la mirada. Girar los ojos a cámara lenta. Vestirse sin ruidos. Recoger la cocina en silencio. La lentitud corporal obliga a nuestro cerebro a reducir la velocidad de los pensamientos. ¿Y cuál es la mayor ventaja de ello? Obtener la pregunta y la emoción correcta que nos lleve a entender y a digerir. 

El regreso del duelo de Ana a su cuerpo la estaba alertando. Ella se detuvo. Lentamente comenzó a girar sobre su presente. Descubrió un conflicto que meses después la hubiese arrasado como un tsunami.